martes, 1 de diciembre de 2009

NO FUE EL DEPORTE




No soy un deportista, y tampoco soy aficionado a deporte alguno. Nunca pertenecí a ningún equipo, ni he competido por nada que involucre desempeño físico. Sin embargo, por años pasé largas mañanas de domingo sentado en los duros graderíos del Mateo Flores y del estadio del Ejército, asoleándome, engordando, comiendo “alpinas” y papalinas, tomando pepsicola servida en bolsitas de plástico que luego algunos cafres usaban para llenarlas de meados y tirarlas al público que estaba en las partes más bajas.

Al principio no entendía lo que pasaba en la cancha, pero pronto aprendí que lo importante era el momento en que la pelota se le colaba a cualquiera de los dos señores que se pasaban el partido entero, casi sin hacer nada, parados en alguno de los dos portones vacíos de hojas, a mi infantil criterio tan ilógicos como ventanas donde no hay paredes. Y cuando eso pasaba, yo hacía lo mismo que la mitad del estadio -sin importar cual de las dos mitades-: me paraba y gritaba GOOOL!!! como loco, fuera que anotaran los de uniforme azul con rojo, o los de blanco parejo.

Las idas al estadio, para mí, no eran otra cosa que rempujones en la fila para comprar el boleto, insolaciones, empapadas, insultos, gritos, radios de baterías metidos en estuches de cuero en los que se escuchaba lo mismo que se estaba viendo, gritones ofreciendo viseras de cartulina, panes con frijol o con pollo, helados, chicles, aguas cervezas bien frías y un par de horas aburridas. Para mí, el deporte no era otra cosa que pasar el “after game” escuchando, en algún bar, a mi padre y sus amigos, discutiendo jugadas y describiendo, cada quien, los goles a la manera en que los vieron sus ojos, o pasar el almuerzo y la cena en casa, escuchando por la radio a Mario Ferreti, a Humberto Arias tejada, y a Miguel Ángel Ordoñez, hablando de estadísticas, posiciones, punteos, partidos ganados, partidos perdidos, goles a favor, goles en contra, records, nuevas contrataciones, liguillas, copas y campeonatos.

No es de extrañar, entonces, que le echara la culpa a los deportes -especialmente al futbol-, por no haber querido volver a salir con mi viejo cuando me llegó la adolescencia, la culpa de no haber querido seguir su ejemplo de ser fanático de los rojos, o de la selección nacional, y adorarla por más partidos que perdiera. No es de extrañar que encontrara, en toda la parafernalia deportiva, motivo suficiente para poner distancia, y pretexto para que el viejo… Mi viejo, dejara de ser mi gran héroe.

Hoy, después de tantos años, cuando daría lo que fuera por volver a comer, junto a él, alpinas con papalinas y tomar Pepsicola en bolsitas plásticas, por compartir su emoción cuando anotaba su equipo, por entretenerme dando cuenta de las boquitas mientras el viejo repasaba con sus cuates los pormenores de cada jugada, reconozco que nada tuvo que ver el deporte, ni el sol o la lluvia… Ni siquiera aquella mañana cabrona en que salimos, ahogándonos con gases lacrimógenos, junto a la turba, por la puerta grande del “Mateo Flores”. No, no fue el deporte, ni fue el estadio. No fue “El deportito”, programa radial con que me tragaba la cena todas las noches, ni fue “Catedráticos del deporte” a la hora del almuerzo… Fue mi rebeldía, fueron mis estúpidas ganas de llevarle la contra al viejo… Fue mi falta de sabiduría para entender la vida, fue mi ignorancia, mi incapacidad para atesorar las cosas que realmente importan.
No…No fue el deporte… Fui yo.


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